El desafío de hoy es llegar a Kakuma para visitar el Campamento de refugiados, el segundo más grande de Kenia. Lo cierto es que la ciudad sin el campamento sería una simple calle que no llega a un kilómetro de largo. En cambio, la extensión de los diferentes campamentos hace que se vea como un gigante en medio del desierto, posiblemente sea por ello que Kakuma sale en los mapas. El viaje hasta la ciudad es bastante aburrido, por pistas anchas y rápidas sin más interés para nosotros que su mal estado. Me hace gracia que en Google Maps esta carretera esté señalizada como autovía.
Acostumbrados a los pequeños pueblos y asentamientos que llevamos recorriendo en la última semana, Kakuma se nos presenta como una urbe ajetreada y al mismo tiempo nuestra esperanza de encontrar electricidad para cargar las cámaras y los móviles. La ancha calle que recorre el centro de la ciudad está repleta de diferentes tiendas, restaurantes, hoteles y talleres mecánicos. Sin ninguna uniformidad estética, tienen un cierto aire de belleza caótica.
Francamente, son el tipo de establecimiento en los que no pondrías el pie dentro ni muerto. Pero nos dejamos aconsejar por Moses quien nos lleva a un restaurante musulmán llamado “Hotel Sena”. La entrada no me da mucha confianza, pero cruzo la puerto bajo la atenta mirada de todos los hombres postrados en el soportal. Una vez dentro, en la terraza, las cosas se ven diferentes. Los colores estridentes de las paredes chapadas y los manteles te hacen sentir cierta alegría y ahora lo único en lo que pienso es en la comida. Le digo a Moses que pida lo que crea conveniente y en unos minutos tenemos la mesa llena de diferentes platos de pasta, arroz, repollo y espinaca. Parece ser que tampoco en los restaurantes hay mucha variedad, pero personalmente, todo me ha sabido a gloria.
Dejamos el restaurante y nos dirigimos hacia el puesto de policía para solicitar la autorización para visitar el campo. Una vez allí nos piden la documentación y nos hacen infinidad de preguntas referentes a nuestro interés. Parece ser que según la intención que tengas en la visita del campo te dan autorización o no. Empiezo a sentirme incómoda y creo que estamos perdiendo el tiempo ya que no parece ser que nos vayan a dar nada. En cuanto se enteran de que queremos continuar hacia Oropoi, la ciudad fronteriza con Uganda, nos retienen los pasaportes con la excusa de que los tiene que ver el secretario. Durante la larga espera empezamos a hablar con uno de los policías sobre el viaje a Oropoi y la seguridad en la zona. Nos comenta que es una zona en conflicto y nos aconseja una escolta “para protegernos de los raiders de Sudan del Sur”. Tanta insistencia en la escolta y el retraso en devolvernos los pasaportes me vuelve muy impaciente y decidimos cambiar de rumbo e irnos esa misma tarde hacia el sur. Viendo que estamos cambiando los planes, sospechosamente, también ellos cambian de opinión sobre la escolta y nos confiesan que en los últimos años no se han reportado incidentes en el camino que va a Oropoi, por lo que estaríamos seguros si quisiéramos ir. Tras 40 minutos de espera y más preguntas por parte del secretario, nos indican que tenemos que ir al Manager del campo de refugiados para solicitar la autorización. Todo este embrollo y la lentitud en las tramitaciones me recuerdo al sistema comunista, en el que muchas veces la razón de la lentitud es realmente la esperanza de poder obtener una “propina”. Como era de esperar en la oficina del Manager tampoco pudimos obtener una solución, ya que se encontraba en una importante reunión con ocasión del día del Refugiado que se celebraba al día siguiente. Como aprendizaje, estos trámites se tienen que realizar con más de una semana de antelación y no dejarlas para el mismo día.
Dada la nueva situación, decidimos irnos a Oropoi y dejar la visita del Campo para el próximo viaje.
Antes de partir, nos acercamos al mercado para comprar alimentos para los próximos días. Desde la calle principal no parece que Kakuma ofrezca mucho más, pero lo que no nos podíamos imaginar era lo que escondía detrás de ese entramado de tiendas apiladas en primera línea. Otro mundo se abre ante nuestros ojos. Andando por las angostas callejuelas encontramos el alma de Kakuma, una amalgama de nacionalidades y tonalidades oscuras.
El tiempo apremia y tenemos que salir hacia Oropoi antes del atardecer, pero la belleza de esta joya escondida ha dejado una huella en nuestros recuerdos. Definitivamente volveremos a Kakuma para dedicar un día a descubrir la vida que se desarrolla en su mercado.