Lo que empezó como una ruta de exploración por el Mamberamo en Papúa se convirtió en un pequeño logro personal y colectivo: abrirnos paso por un territorio donde casi nadie quiere, o puede, dejarte entrar.
Entre pueblos desconfiados, manglares traicioneros, noches de selva y días en los que la incertidumbre pesaba más que las mochilas, fuimos avanzando. A ratos por intuición, a ratos por pura fe en la gente que nos acompañaba, y siempre con esa mezcla de miedo y fascinación que solo provocan los lugares que todavía no han sido explorados del todo.
Lo que ocurrió después, los encuentros, los silencios, las historias que nos confiaron, y las que no, fue la verdadera recompensa.
Índice
- Naira: donde nace el río Mamberamo
- El primer encuentro: tensión en el pueblo
- Augustus, la barca y el inicio del descenso
- La primera noche en la selva
- Rumbo a Dabra: manglares, averías y miedo
- Historias de mujeres del lago y hombres con cola
- Hacia Kasonaweja y el lago Bira
- Lo que aprendimos de ellos y de nosotros
Naira: donde nace el río Mamberamo
Habíamos llegado a Naira el día anterior. Allí, justo en la confluencia de los ríos Tariku y Taritatu, nace el Mamberamo: un gigante de agua que atraviesa uno de los territorios más salvajes e inexplorados del planeta. Yo respiré hondo. Sentí que estábamos entrando a un lugar en el que uno no llega: uno pide permiso.
La selva olía a humedad fresca. El agua corría espesa, casi silenciosa. Todo parecía contener la respiración. Sabía que desde allí todo iba a cambiar.





El primer encuentro: tensión en el pueblo
El primer contacto con la comunidad ribereña no fue como imaginábamos. Apenas nos vieron, el ambiente se puso tenso. La gente se acercó, no para saludar, sino para interrogar. ¿Quiénes son? ¿De qué parte vienen ¿Trabajan para el gobierno?
En Papúa, la desconfianza no sale de la nada. Décadas de expolio, minas, recursos arrebatados… políticas que los dejan fuera de las decisiones en su propia tierra. Cada visitante extraño despierta sospechas. Y nosotros, con cámaras, mochilas y equipo, parecíamos exactamente eso que no querían ver: periodistas o enviados del gobierno.
Durante unos minutos hubo gritos, tensión, miradas duras. Todo podía haber terminado ahí. Hasta que conseguimos explicar quiénes éramos y por qué estábamos allí: por el río, por la selva, por la gente. No por sus recursos. Tras varias horas de largas tensiones, explicaciones e intercambios de tabaco, la energía del pueblo empezó a aflojar.

Augustus, la barca y el inicio del descenso
Cuando finalmente ganamos su confianza, llegó el siguiente reto: encontrar una barca y un conductor dispuesto a llevarnos varios días río abajo. Apareció Augustus. Un hombre tranquilo, serio, con una barca de madera equipada con un motor que parecía haber sobrevivido demasiadas vidas.
Negociamos precio, combustible, comida para varios días. Todo se hacía despacio. Nada es rápido en Papúa. Un rato después, los niños rompieron el hielo: jugaban a saltar desde una barca al agua, nos pedían fotos, se reían de ver sus propias caras en la pantalla. Ese pequeño caos alegre nos abrió la puerta del pueblo.
Y así, con el sol golpeando el río, partimos.

Negociamos precio, combustible, comida para varios días. Todo se hacía despacio.
La primera noche en la selva
Los primeros días río abajo fueron una mezcla de fascinación y agotamiento. Esa primera noche dormimos en un refugio improvisado en un claro junto al agua.
Recolectamos leña entrando con machetes en la selva. Cortamos troncos con los cuchillos. Encendimos fuego con ferrocerio, como si el tiempo se hubiera detenido siglos atrás.
Las tiendas mosquiteras parecían pequeñas islas en medio de la inmensidad verde. Cenamos arroz con algo que no recuerdo bien, y entre historias, risas cansadas y confesiones espontáneas, conocimos mejor a nuestro equipo: Anni, Thomas y los porteadores.
La selva por la noche no calla. Pero esa noche dormimos como si nos hubiera atropellado.



Rumbo a Dabra: manglares, averías y miedos
La meta del día siguiente era llegar a Dabra antes del atardecer, pero el Mamberamo, como todo en Papúa, nunca garantiza nada. Para acortar camino, Augustus intentó meterse por una zona de manglares. Una mala decisión. Un tronco se enganchó al motor y lo arrancó de cuajo.

Quedamos a la deriva. El motor en el agua. Augustus y todo el equipo gritando instrucciones. Cuatro horas de intentar repararlo, y mientras tanto, la noche cayendo.
El momento fue duro: en el río, ojos de cocodrilos aparecían como brasas encendidas. En mi cabeza, serpientes invisibles nos observaban en silencio desde lo alto de los árboles. Estuvimos quietos, tensos, esperando. Tras unas 4 horas, cuando al fin escuchamos el rugido del motor renacido, sentimos un alivio que se parecía a la felicidad pura.
Llegamos a Dabra ya de noche cerrada, recibidos por conocidos de Anni. Refugio, comida, luz. Parecía lujo.





Historias de mujeres del lago y hombres con cola
En Dabra pasamos un par de días hablando con la gente, intentando entender el pasado y el presente de la zona. Los relatos eran los mismos que ya habíamos escuchado río abajo, repetidos en versiones distintas. Hombres con cola y un punto rojo en la espalda. Mujeres que vivían solas en un lago, que se fecundaban “por el aire”, que no permitían la vida de los hombres en su comunidad y los bebés varones eran sacrificados, al igual que cualquier rastro de hombre. Rutas en la selva donde nadie se atreve a entrar.
Entre todas esas historias, la de las mujeres del lago nos parecía la más consistente. Queríamos seguir ese hilo. Pero había una verdad, y es que no teníamos más dinero para los días que suponían alargar la expedición río arriba. Ni más días.
Así que decidimos dejar esa búsqueda para una próxima expedición. Guardamos las coordenadas, las voces, los nombres. Todo eso sigue ahí, esperando.



Hacia Kasonaweja y el lago Bira
Seguimos río abajo hasta Kasonaweja, donde esperamos el ferry que nos llevaría de vuelta a Jayapura. Antes de que partiera, nos hablaron de un lugar escondido: el lago Bira (Danau Bira), y allá fuimos. Pero llegar no fue sencillo. El pueblo discutió durante horas sobre quién debía llevarnos, quién debía alojarnos, quién se quedaba con el dinero. Nadie quería perder su oportunidad.
Después de tensiones, acuerdos rotos y discusiones acaloradas, logramos un consenso. Y entonces sí, nos centramos en lo que habíamos venido a buscar: su cultura, sus recuerdos, su forma de vivir.
Pasamos la noche con una buena comilona a base de pollo, arroz y chili, que pagamos nosotros por supuesto, y amenizada por canciones de guitarra. Algo más que descubrimos sobre Anni, que tenía una voz como los ángeles.
A la mañana siguiente partimos en un minibús que habías abonado para que hiciera nuestro traslado privado al lago. Aunque de privado pasó a público en dos segundos, y lo que se me hizo medio pueblo viajó con nosotros.
En el lago Bira remamos por el lago en una barca de madera, escuchando historias, sintiendo ese silencio que pesa más que las palabras. Ahí apareció el casuario caminando entre los árboles: un animal prehistórico, casi irreal, que une estas selvas con el norte de Australia. Era como entrar en otros tiempos.
En las orillas del lago, en uno de los pueblos, todavía queda una mujer de la tribu baudi mayor que guarda el traje tradicional de plumas de casuario. Solo una. El resto se usa ya solo en fiestas o representaciones.
Nos contaron que hacía más de cuarenta años había pasado por allí un misionero alemán. Y desde entonces, nadie más. Ningún occidental. Nadie.





Lo que aprendimos de ellos y de nosotros
Lo que más me sorprendió no fue la selva, ni el río, ni el miedo real de algunas noches. Fue descubrir que las comunidades del Mamberamo no guardan sus tradiciones como tesoros. Viven en el presente. En lo inmediato. Muchos jóvenes ya no recuerdan cómo vestían sus abuelos ni las historias que les daban identidad. Y entender eso también es viaje.
Nos fuimos de Kasonaweja dos días después, con el ferry que nos devolvía a Jayapura. Con la ropa húmeda, la piel llena de picaduras y la cabeza cargada de preguntas. Pero también con algo más profundo: la certeza de que volveremos. Porque en el Mamberamo quedó una historia abierta. Una historia que todavía quiere ser contada.
Y mientras dejábamos atrás el Mamberamo, entendí la dimensión real de lo vivido: hasta hoy, fuimos los únicos en recorrer todo este río en barca.