Me he despertado pensando en que esta zona remota de África es parte de la “cuna de la humanidad” donde se encontraron los primeros indicios de vida humana. Sudáfrica, Etiopía, (ahora parece ser Marruecos, pero está por confirmar), el niño de Nariokotome o “el niño Turkana”… Y aún así el desconocimiento que tenemos sobre la mayor parte de este continente es abismal. Es extraño como la naturaleza nos ha hecho iguales, pero al mismo tiempo tan diferentes.
Llevamos una semana en estas tierras y hoy creo que he tocado fondo. No me considero una persona muy sensible, no tengo instinto maternal, no tengo mucha paciencia en general y soy bastante fría cuando de niños se trata. Pero hoy me he sentido impotente, me he arrodillado al lado de un niño y le he acariciado la cabeza rapada con mucha ternura, he mirado a su madre y me ha dolido tanto sentimiento de tristeza, he observado el sitio en el que vive, día tras día, y me dio vergüenza pensar que soy afortunada. Me subí al coche y lloré en silencio. Lloré por ellos, lloré por mí y lloré por la injusticia que hay en el mundo.
Los nómadas de Turkana llevan una vida difícil. La falta de agua y la falta de comida les obliga a pasar a veces varios días sin comer. Solos, en medio del desierto, con el limitado rebaño de cabras como medio de vida. Tener que recorrer kilómetros para conseguir agua o poder comprar un poco de harina para hacer ugali (sustituto del pan). Su cultura es el pastoreo y es por lo que viven, de padres a hijos.
Hoy ha sido un día triste para mí, aunque ahora creo que ese pequeño momento me ayudó a volverme más consciente, más tolerante, disfrutar más de las pequeñas cosas y agradecer cualquier comodidad que hasta ahora daba por sentado.
Pienso en que todo esto lo he visto en la tele y he escuchado sobre la situación de muchos sitios en África, pero estar aquí y vivirlo es como si mi cabeza fuera un libro en blanco.
A partir de ahora quiero disfrutar de cada momento, cada persona, cada alimento y cada atardecer que este país nos brinda.