El pueblo de Kokuro es un desfile. Pasan niños mirando curiosos a los dos extraños que pasaron la noche en el cuartel de la policía, mujeres que cargan a sus bebés a la espalda y hombres provistos del típico bastón turkana o de un Kalashnikov. Nos adentramos en un laberinto de ramas secas siguiendo los pasos de los aldeanos que nos conducen hacia una gran plaza donde parece ser que hay una reunión social. Como no puede ser de otra forma, somos el objeto de atención de todas las personas allí presentes. Me siento en el suelo para observar la estampa y en pocos segundos me encuentro rodeada de cabezas pequeñas que husmean risueñas la pantalla de mi cámara.
Me quedo embobada con los colores de sus vestidos y collares, con los peinados trenzados, las plumas que cuelgan de los sombreros de los hombres y sobre todo me asombro ante la delgadez extrema de la mayoría de ellos.
Tras un par de horas en este ambiente acogedor, nos despedimos de nuestros anfitriones del cuartel de la policía, que nos han hospedado en sus instalaciones para una mayor comodidad, y nos dirigimos hacia la misión de Lobur.
Nos acercamos a la montaña en la que se erige majestuosa la misión con sus pequeños domos integrados en la naturaleza. Es una imagen diferente a todas las que hemos visto hasta ahora. Después de conocer al Padre Albert y a Make, una fotógrafa que ha decidido dejarse llevar por sus sueños y establecerse en Turkana, comenzamos a debatir la ruta del día.
Tengo ganas de llegar a la frontera con Etiopía y ver a los nómadas que recorren esta zona, pero el Padre Albert lo desaconseja totalmente por los peligros que supone el conflicto entre los Daasenach y los Turkana. Tras una pequeña lectura del mapa, decidimos salir rumbo oeste rodeando las faldas de las montañas.
Avanzamos por tierras cada vez más secas, sin rastro de pozos ni asentamientos humanos. Los pocos Turkana que nos encontramos en el camino nos reciben abiertamente, posiblemente pensando que somos de alguna ONG. Empiezo a ver cada vez más claro que el hambre es una dominante en todo el territorio.
Termiteros, acacias, arena, polvo… mentiría si dijera que no he pensado en el frescor de una piscina. Lo he pensado no una, si no varias veces. Pero en cuanto topábamos con un asentamiento de Turkanas y entablábamos conversación (a través de Moses), todos los pensamientos se disipaban.
Regresamos a la misión a la hora de la misa. Seguimos los murmullos que se escuchan a lo lejos y cruzamos la oscuridad penetrante hasta la iglesia construida en madera y roca. Nos abrimos camino hasta las filas delanteras, nos sentamos en el banco y observamos en silencio el sermón del padre Albert. No suelo asistir a misa, casi nunca, pero esta vez me he quedado en trance escuchando sus palabras que te invitan a reflexionar sobre la necesidad de profundizar en cada aspecto de tu vida y no quedarte únicamente en la superficie. Mientras tanto, algunos rezan, otros miran, y los niños sentados en las primeras filas se mueven impacientes en sus bancos. El sermón acaba y da paso a los cánticos en los que participan todos los presentes acompañándolos con un ritmo constante de palmas. No entiendo nada de lo que dicen, pero me parece tan hermoso que se me eriza el pelo.
Acabamos el día en la casa de invitados cenando junto a Make, Pablo y Pedro. Una velada perfecta para rematar un día intenso.
Antes de ir a dormir quiero probar unas tomas nocturnas de las estrellas. Definitivamente, si amas la fotografía y te gusta descubrir culturas, Turkana es una tierra que enamora. No te lo pone fácil, puede llegar a convertirse en una especie de relación amor – odio que te consume. Pero al final vuelves a caer rendido a sus pies y quieres seguir descubriendo más.